Por: Diác. Xavier Hurtado Licón
Existe una diferencia abismal entre estas sencillas palabras.
Históricamente todas las civilizaciones creen en un Dios, así vemos a los egipcios con sus dioses Amón, Ra, Thot, Mut, Isis, Osiris, Horus; o los dioses babilónicos Adapa, Anat, Anshar, Anu, Antu, Apsu; los griegos con una cantidad muy grande de dioses entre los que destacan: Poseidón, Zeus, Hera, Afrodita, Hefesto, Apolo, Ares; y sus pares romanos: Júpiter, Juno, Neptuno, Minerva, Baco, Venus, Diana, Plutón.
América no escapa de este listado, en el que podemos mencionar algunos de los dioses aztecas: Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, Huitzilopochtli. Los mayas, los polinesios y todas las culturas que recordamos, todos han sentido la necesidad de un ser superior o dios y, como no lo conocen, lo inventan.
Sin embargo, entre todos ellos hay una enorme diferencia con la cultura judaica, ya que es Dios mismo quien se revela a través de la historia de ese pueblo antecesor de nuestra fe. Recordemos a Noé, Abraham, Moisés, y una sucesión de personajes a los cuales Dios se les reveló hasta llegar a la revelación total en Jesucristo.
Los que creemos y amamos a Jesús de Nazaret, sabemos que es Él mismo quien se nos revela y se hace presente en nuestra historia y nuestra vida.
Hasta aquí es creer en Dios, pero creerle y abandonarnos en sus manos, no es lo mismo. Este hecho implica una confianza absoluta en su divinidad y en su providencia en nuestras vidas. Veamos a María, nuestra Madre, a José o a Pedro, que dice: “Nosotros hemos dejado todo”. Lo mismo hicieron Esteban y Agustín, cómo olvidar a Francisco de Asís, Mónica, Clara o Francisco Javier, patrono de las misiones, y una innumerable lista de mujeres y hombres que dejándolo todo han seguido a Jesús.
Es muy fácil creer en Dios, pero creerle y seguirlo es otra cosa. Implica conocer y amar como Jesús, y confiando en Dios echar las redes de nuestras vidas.
En nuestros tiempos se vive una cultura “light”, sin compromisos con absolutamente nada, y nuestra fe no escapa a esta visión: pocos acuden a Misa los domingos y esos pocos ‘poco’ se acuerdan de Dios a lo largo de la semana. Si nuestra fe la volvemos somera, ¿cómo vamos a entregarnos a imitar a Jesús en nuestras vidas si, en el mejor de los casos, sólo asistimos (¿participamos?) los domingos a Misa?
Las consecuencias de vivir así, sin comprometernos con nuestra vida, nuestra familia, con la sociedad, ¡con nuestra fe!, no se hacen esperar: violencia, asesinato, robos, secuestros, adicciones, prostitución, trata de blancas y de niños, aborto y un inmenso etcétera que asusta.
Tenemos que volver nuestros ojos a Dios y, poniéndonos en sus manos, aventurar nuestra vida en el amor, en el servicio, en la oración confiada a su divina Providencia.
Para dar testimonio de amor a Dios y al prójimo no es siquiera necesario llevar una vida extraordinaria como esos grandes santos, que dejaron todo para seguir a Dios; bástenos una vida de unión y convivencia, de común unión con Cristo al igual que lo hizo San Isidro Labrador, quien nunca dejó su trabajo de agricultor. Testifiquemos de Dios con nuestro comportamiento, nuestra alegría y nuestra fe allí en donde nos toca estar. Que los demás puedan decir, por nuestro ejemplo, que Dios es Amor.